Shift.

Publicado el Jueves 22 de Mayo, 2025

Me he obsesionado últimamente con esta idea: ¿Y si pudiéramos cambiarlo todo—nuestros trabajos, nuestras relaciones, la forma en que nos vemos y nos tratamos—aquí, con tan sólo apagar y encender un interruptor? ¿Y si nuestras mentes fueran tan ridículamente poderosas y rebosantes de posibilidades, y lo hubiéramos olvidado por completo? Nos esforzamos tanto en complicar la vida—¿pero qué pasaría si en realidad fuera así de simple?

¿Puede un pequeño click mental invalidar la avalancha de responsabilidades, cuentas y promesas rotas que hemos cargado sobre la espalda y arrastramos día tras día?

¿Podemos mirar al espejo, erizarnos ante nuestro reflejo—viejos hábitos, rutinas sin escapatoria, las mismas excusas de siempre—y pensar: “¿De verdad es posible simplemente cambiar?”

No hablo de aquella palabrería ligera de “manifiesta tus sueños”—que, ojo, puede pasar—sino que del trabajo brutal y hermoso de recablear la forma en que nos presentamos al mundo. A veces, lo único que hace falta es tener el valor de presionar ese interruptor—y ver cómo todo encaja espectacularmente… o se funde con un cortocircuito épico.

Me refiero a ese instante eléctrico, con el corazón martillando, en el que decides soltar el peso de quien siempre has sido—y atreverte a convertirte en alguien nuevo. Es accionar esa palanca hacia la vida que sabes que mereces, aunque nunca hayas tenido el coraje de vivirla. Es sentir ese zumbido de posibilidad recorriendo tus venas, incluso cuando cada “no puedo” y “no es para mi” intenta arrastrarte de vuelta.

Se trata de entender por qué primero hay que “ser” antes de “hacer”, y cómo ese realineamiento sísmico puede redirigirlo todo—amor, dinero, propósito, paz. Sin endulzantes, sin fórmulas mágicas—sólo la mecánica cruda de la transformación, un click a la vez.

Cuerda floja

Llevé ese peso durante mucho tiempo, como un equilibrista sobre un cable deshilachado: cada paso medido, cada respiración un acto de desafío contra la gravedad. Siempre estaba esa mancha oscura flotando sobre mí, susurrando mentiras con un siseo: “Así eres,” “Nunca escalarás más alto,” “Mejor hazte la idea—tu tren ya se fue.” Esas voces no eran ecos lejanos; estaban talladas en mi columna, grabadas detrás de mis párpados, la banda sonora de cada movimiento cauteloso que hacía.

Pasé años culpando al mundo—la gente que cruzaba en la calle, los trabajos que se sentían como jaulas, incluso el espejo que me devolvía la imagen de alguien a quien a veces siquiera reconocía—como si todos ellos hubieran pegado mis pies al suelo y tirado de mis hilos. Traté la vida como un juego amañado: cada tropiezo era culpa del universo, cada desamor, la prueba irrefutable de que estaba condenado a tambalearme para siempre.

Caminando ese alambre, me convencí de que la línea entre “suficiente” y “fracaso” era como el filo de una navaja. Un soplo de duda, un descuido de valor, y me estrellaría. Así que anduve de puntillas por relaciones, decisiones y sueños, temeroso de inclinarme demasiado hacia un lado u otro. Me refugié tras rutinas y excusas, diciéndole a cualquiera que escuchara que la culpa era por “cómo son las cosas,” nunca de cómo yo aparecía.

Pero aquí va la verdad brutal: la cuerda sólo se mantiene tensa porque tú la sostienes. Toda esa culpa externa no era más que el reflejo de mi propio miedo—el miedo a que, si soltaba esas creencias equivocadas, caería. Y quizá así habría sido. Quizá el cortocircuito habría quemado mi orgullo y me habría dejado temblando en el suelo.

Aun así, la cuerda floja me enseñó algo sagrado: las líneas más peligrosas de la vida son las que nosotros mismos trazamos. Y si aprendemos a plantarnos sin miedo al vacío que se abre debajo, tal vez descubramos que el cable no es tan delgado después de todo.

Emerger

Solía creer en ese guión de siempre: conseguir el trabajo perfecto, obtener ese título pomposo, aumentar el saldo de mi cuenta bancaria… y entonces tendría permiso para perseguir mis sueños. Mientras tanto, vivía en las gradas, esperando ese esquivo «algún día». Pero el tiempo tiene esa desagradable costumbre de darte lecciones para las que no te apuntaste. Una mañana te despiertas y te das cuenta de que has estado a flote tanto tiempo que casi has olvidado cómo nadar.

Con el paso de los años, llegué a un cruce: ¿me ahogaría en mi propia incredulidad o abriría los ojos de golpe y empezaría a contar todas las bendiciones que había ignorado? Las personas que me quieren con ferocidad —unas siguen aquí, otras se fueron demasiado pronto. Las decisiones que parecían errores pero me trajeron justo hasta este punto. Los trenes perdidos que, al final, me desviaron hacia algo mejor. En ese instante entendí: nada en la vida cambia hasta que cambias primero.

La mayoría vivimos atrapados en el esquema de «Tener → Hacer → Ser»:

Cuando tenga ese trabajo, haré lo que quiero, y seré la persona que anhelo.
Cuando tenga ese look, enviaré el mensaje para invitarla a salir —y entonces seré seguro.
Cuando tenga a la pareja "perfecta", me abriré —y entonces seré amado.
Cuando tenga esa casa, podré llamar a ese lugar hogar —y luego estaré verdaderamente en paz.

Así que esperamos. Postergamos a nuestro mejor yo por una recompensa que nunca llega. Pero he aquí el giro brutal: en realidad es «Ser → Hacer → Tener»:

la persona que sabes que eres capaz de ser.
Haz las acciones que haría esa persona, aunque te asusten.
Ten la vida que surge de forma natural.

Ese click mental no llegó en forma de una lista de tareas; me sacudió como un terremoto. Comprendí que superar creencias antiguas —esas dudas grabadas a fuego desde la infancia, la cultura, cada "no puedes" susurrado a mi oído— no era sólo abandonar negatividad. Era convertirme en alguien que no se compra esa mierda. Alguien que hace lo que hay que hacer, más allá del salario o los aplausos, y sólo entonces obtiene los resultados que otros persiguen de por vida.

Empecé a prestar atención. Dejé que la conciencia y la intuición me guiaran en lugar del miedo en piloto automático. Empecé a encontrar belleza en lo mundano: el crujido del café al amanecer, la risa que llega por el mensaje de una amiga, la forma en que la luz se quiebra en una calle lluviosa. Incluso en los días más grises, me recuerdo que el sol sigue ahí —su calor acompaña cada respiración, cada decisión.

Emerger es renunciar al juego de la espera. Es derribar el alambre flojo de la duda y pisar firme sobre tu propio suelo. Es decidir ser primero, aunque no veas el horizonte. Es dar esos pasos pequeños y valientes —hacer lo que tu yo futuro haría— hasta que un día mires alrededor y descubras que eres la vida con la que tanto soñaste.

Emerger no es un único click de ese interruptor; es el zumbido constante de posibilidades que llevas contigo, un latido valiente a la vez.

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