Paradox.

Publicado el Viernes 4 de Abril, 2025

Una paradoja es cuando dos verdades se encuentran en el mismo instante—
y ninguna anula a la otra.

Ahí es donde habita la vida.
En los intermedios.
En la tensión de los opuestos que, de alguna forma, tienen sentido juntos.

La vida es una paradoja en movimiento.
No somos máquinas—ni cerca.
Vivimos con contradicciones cosidas en la piel.

En un momento, estás rebosante de alegría.
Agradecido por todo lo que has construido, todo lo que has sobrevivido, todo lo que has soportado.

Y al siguiente, las lágrimas caen sin aviso—
el duelo irrumpiendo como si nunca se hubiera ido.

Es confuso.
Hermoso.
Brutal.

Celebrar todo lo que has logrado, mientras lamentas lo que estás a punto de perder.
Sonreír con la risa de tu hija, sabiendo que tu abuelo podría exhalar su último aliento hoy.
Sostener la alegría y el dolor en las mismas manos,
y llamarlos a ambos verdad.

Entonces, ¿cómo vivimos con esto?
¿Cómo sostenemos la paz y el dolor—sin que alguno de los dos nos trague por completo?
Porque quizás una paradoja no es algo que se resuelve—
sino algo que se vive.

El Juego de Dominó

La vida es un juego de dominó engañoso.
Pasas años colocando cada pieza con cuidado—
una tras otra,
esperando que se mantengan firmes,
esperando que la base sea lo suficientemente sólida para mantenerlas de pie.

Observas con atención,
verificando el equilibrio,
ajustando el ángulo justo como debe ser—
porque sabes cuán fácil una pequeña sacudida puede hacer que todo se derrumbe.

Lo construyes con amor,
con intención,
con la silenciosa creencia de que si logras alinear bien las piezas,
tal vez la caída no llegará.
O al menos, tal vez estarás listo para cuando lo haga.

Pero la vida no se trata sólo de apilar.
También se trata de ver las piezas caer—
no porque hayas fallado,
sino porque eso también es parte del juego.

Y ahí es en donde me encuentro ahora.
De pie en medio de la belleza y la tristeza.

Por un lado, mi hija—
brillante, curiosa, rebosante de amor.
Un reflejo de todo lo bueno que he luchado por conservar.
Ella es una pieza que protejo con todo lo que soy.
Una pieza que me recuerda: lo estás haciendo bien.

Y al otro lado… las piezas que están cayendo.
Mi abuelo—apenas resistiendo.
Mi padre—ya se fue, hace apenas seis meses.
Dos pilares de la vida que conocía,
desmoronándose más rápido de lo que estoy preparado para asumir.

Se siente injusto.
Estar celebrando el crecimiento mientras me preparo para decir adiós.
Estar sonriendo ante las bendiciones de la vida con una mano,
mientras con la otra sostengo el duelo.

Esa podría ser la verdad más silenciosa de todas:
la alegría y la tristeza nunca estuvieron destinadas a vivir en habitaciones separadas.
Caminan juntas—siempre lo han hecho.
Una recordándote lo que tienes,
la otra lo que has perdido… o estás a punto de perder.

Hay otra pieza en este juego.
Una que sigue de pie—
no intacta, no invencible, pero creciendo.
Esa pieza… soy yo.

La persona que sobrevivió.
Que se reconstruyó.
Que aún se despierta y lo intenta, incluso en los días en que el duelo se siente como la gravedad.

No sólo estoy viendo las fichas de dominó.
Yo también he sido una.
He caído.
Abatido por el dolor,
por la depresión,
por el silencio y la incertidumbre.

Pero pieza por pieza, volví a levantarme.
Aprendí a moverme sin saber.
A confiar en mi equilibrio.
A seguir apilando, incluso cuando me temblaban las manos.

Y tal vez ahí es donde habita—
el paradigma en el centro de todo esto:
En el mismo hombre que alguna vez quiso desaparecer,
ahora eligiendo estar completamente aquí.

Todavía presente.
Todavía convirtiéndose.

También hay una cuarta pieza.
Una que no coloqué, pero que sigue apareciendo de todos modos:
la vida misma.

No la versión que imaginé en mis veintes.
No el mapa perfectamente trazado de amor, éxito, familia, alegría.
Sino el que se ha desplegado—desordenado, inesperado, sagrado.

Los amigos que se quedaron cuando no tenía nada que ofrecer.
Las conversaciones que me salvaron en silencio.
Los rituales que me anclaron:
la luz de la mañana atravesando la ventana,
una taza de café caliente,
los ojos de Amparo brillando en la habitación.

El tipo de amor que no llega con fuegos artificiales—
pero que te encuentra en medio de un día martes, doblando ropa,
cuando algo adentro susurra:
“Estoy bien. Estoy vivo. Sigo aquí.”

Esa es la pieza que nunca vi venir.
La que no necesitaba ser apilada—
pero que hizo que todo valiera la pena.

O tal vez ese sea el truco silencioso de la vida:
Mientras tú estás ocupado tratando de construir algo que no se derrumbe…
la vida, en silencio, te está construyendo a ti.
Tal vez te moldea a través de los demás—
a través de los que vinieron antes,
cuyas huellas viven en silencio en el hombre en el que te has convertido.

Herencia

No todas las herencias vienen envueltas en papel o se traspasas mediante firmas.
Algunas son más silenciosas que eso.
Y también, más pesadas.

Algunas están en la forma en que le hablas a tu hija—
suavemente, incluso cuando estás cansado.
En la forma en que apareces, siempre,
porque alguien una vez hizo eso por ti
sin pedir aplausos.

Algunas están en el silencio de tus manos
cuando reparas algo roto—
una silla, una repisa, un momento.
Y te das cuenta de que tu abuelo solía hacer lo mismo.
Tal vez su padre también.
Tal vez eso es lo que hace una familia—
transmitimos el cuidado
de maneras silenciosas e invisibles.

No pediste esta herencia.
Simplemente comenzaste a vivirla.
Y sólo después—tras la pérdida, tras el dolor—
te das cuenta de lo que te dejaron.

No a través de palabras, sino con presencia.
No en discursos, sino en gestos cotidianos
que te enseñaron a ser hombre
sin necesidad de decir la palabra.

De tu padre, heredaste la resiliencia.
No la ruidosa. La silenciosa.
La que te sigue levantando del suelo
sin importar cuántas veces te derribe la vida.

La que sabe reír incluso cuando el mundo se desmorona a tu alrededor.

De tu abuelo heredaste el cuidado—
disfrazado de amor duro,
con nudillos en tu cabeza y bromas a la antigua,
pero presente, siempre, en sus acciones.

En cómo te llevaba al colegio.
En cómo ponía las mismas malditas canciones,
día tras día tras día—
y cómo ahora, de alguna manera,
esas melodías todavía te persiguen como ecos.

Ellos no sólo te criaron.
Te construyeron.
Con manos raspadas, espaldas cansadas, sacrificios silenciosos.

Y ahora se están yendo.
Uno ya se fue.
El otro está en la puerta.

Pero aquí está, otra vez, la paradoja:
Nunca has llevado más de ellos, que como en este momento.

Están en tu voz
cuando calmas a Amparo en medio de la noche.
Están en tu quietud
cuando eliges no huir del dolor, sino sentarte con él.
Están en tu presencia
cada vez que eliges el amor sobre el miedo,
la conexión sobre el silencio,
la ternura sobre el orgullo.

Esa es la verdadera herencia.
No lo que dejaron atrás.
Sino lo que dejaron dentro de ti.

Y eso, ni siquiera la muerte, puede arrebatártelo.

El Intermedio

Es como ver la marea retroceder, sabiendo que la ola viene.
Aún no te estás ahogando.
Pero lo sientes.
El peso. El cambio.
El momento antes de que todo cambie.

Todavía no estás en la despedida.
Pero tampoco estás en el antes.
Estás en el intermedio.

Donde el tiempo se siente más lento.
Donde revisas el teléfono buscando un mensaje que ya sabes que llegará.
Donde te ríes con algo que dice tu hija—y a mitad de risa, recuerdas la sala de hospital que no has visitado hoy.

Estás ahí… pero también no.

Este es el lugar donde la alegría y el miedo caminan de la mano.
Donde vives y lamentas en el mismo respiro.
Donde riegas las plantas, lavas los platos, respondes correos—
y cargas con el peso de algo que está terminando… aunque aún no ha terminado.

El mundo sigue girando.
La calle sigue zumbando.
Hay café en tu taza—
y tu mente en otra galaxia.

Y es difícil de explicar, a menos que ellos también hayan vivido aquí:
Este espacio donde estás completo y quebrado al mismo tiempo.
Donde eres fuerte pero estás agotado.
Donde estás agradecido, pero perseguido por el conocimiento silencioso
de que algo se te está escapando entre los dedos.

Y tal vez esto—
esta pausa, este dolor, este patrón suspendido—
no está hecho para ser apurado.

Tal vez el intermedio sea sagrado.
No un desvío, sino parte del camino.
No una ausencia de movimiento,
sino el momento antes del cambio.

Un lugar donde te ablandas.
Donde recuerdas.
Donde te preparas—
pero permaneces abierto de todos modos.

Porque sabes lo que viene.
Pero por ahora, estás aquí.
Aún de pie.
Aún sintiendo.

Aún sosteniendo ambas cosas.

Y tal vez esa sea la única forma de avanzar—
no eligiendo una verdad por sobre la otra,
sino aprendiendo a vivir con ambas.

Dos Caras / Una Moneda

Hay una quietud extraña que llega cuando dejas de intentar elegir entre la alegría y el duelo—
y en su lugar, dejas que ambas saquen una silla.

Cuando dejas de luchar contra la contradicción,
y simplemente respiras dentro de ella.

Porque la vida no te está pidiendo que tomes partido.
Te está pidiendo que lo sientas todo.

Que rías mientras estás herido.
Que sientas dolor mientras creces.
Que crezcas mientras dices adiós.

No hay un plano emocional limpio para momentos como este.
Sólo está el caos de todo—crudo, vivo, verdadero.

Una parte de ti se asombra de lo lejos que has llegado.
Otra parte se rompe bajo el peso del adiós.
Y de alguna manera, ambas son reales. Ambas son honestas. Ambas son tú.

El duelo no cancela la gratitud.
Así como el amor no borra la pérdida.
Se sientan lado a lado—
susurros en la misma habitación.

Está bien sentir paz y desgarro en el mismo respiro.
Está bien sentirte orgulloso de tu progreso
y aún así dolido por las personas que no están aquí para verlo.

Quizás esta sea la lección:
Que no tienes que ser una sola cosa.
No sólo fuerte.
No sólo herido.
No sólo esperanzado.
No sólo asustado.

Eres todo eso.
Todo al mismo tiempo.
Y aún así, sigues adelante.

No a pesar de la contradicción—
sino debido a ella.

Y quizá no sea una contradicción después de todo.
Quizá eso sea lo que significa ser humano, en esencia.
La paradoja en la que todos nos movemos y fluimos, en medio de todo.

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