Ampa.

Publicado el Viernes 2 de Mayo, 2025

"Estás esperando un tren. Un tren que te llevará lejos. Sabes hacia dónde esperas que te lleve ese tren, pero no puedes saberlo con certeza. Y aun así, no importa. Ahora dime: ¿por qué?"

– Inception –

Últimamente, me he encontrado vagando por los pasillos tenues de mi propia mente—
a la deriva, en los rincones silenciosos donde los ecos duran más que las respuestas.
Tratando de entender el tiempo, la vida, la pérdida.
Los caminos que elegimos… y los que nos eligen.
Cómo la vida nos pone en encrucijadas una y otra vez—
siempre cuando menos lo esperamos,
siempre con el reloj haciendo más ruido que antes.

No exactamente perdido—pero tampoco completamente encontrado.
Como caminando dentro de un sueño donde nada duele lo suficiente como para romperte,
pero nada consuela lo suficiente como para sanarte, tampoco.

Pensé que era duelo. Pero no tenía el peso.
Pensé que era tristeza. Pero no tenía el filo.
Era otra cosa.
Algo más callado.
Algo entre medio.

Un lugar donde el tiempo no avanza,
pero tampoco se detiene.
Donde haces lo que tienes que hacer, pero sin sentirte atado a algo.
Donde tu mente no logra alcanzar a tu corazón,
y tu corazón parece estar buscando algo que no sabe cómo nombrar.

Limbo

Una palabra que sólo entendía en las películas,
hasta que se instaló en mi pecho como un segundo latido.
Creo que esto es como se siente un limbo.
Un lugar donde estás despierto, pero no del todo aquí.
Donde tu cuerpo se mueve por el mundo,
pero tu alma todavía espera que algo la alcance.

Sólo moverse.
Sólo sobrevivir.
Piloto automático.
Otra vez.

En algún momento dentro de esta niebla, dejé de intentar ponerle nombre a lo que sentía.
No es agotamiento—aunque estoy cansado.
No es un corazón roto—aunque hay cosas que se están rompiendo.
Es más suave que eso. Más silencioso.
Como una pregunta sin puntuación.
Como estar de pie en un pasillo entre dos puertas—
y olvidar de cuál vienes,
o hacia dónde lleva la otra.

En este limbo, nada demanda urgencia.
Pero nada se siente quieto tampoco.
Es un zumbido debajo de todo,
un dolor de baja frecuencia que te hace escanear el cielo,
esperando una señal—
pero sin saber cómo se vería siquiera.

Y continúas, por supuesto.
Alimentando el día. Respondiendo correos. Teniendo conversaciones triviales.
Sonriendo cuando alguien dice "lo estás haciendo bien."
Y tal vez sí lo estés.
Pero hay algo vacío detrás del vidrio de tus ojos.
No roto.
Sólo… en otra parte.

Algunos días, me pregunto si esto es lo que significa pausar sin descansar.
Estar presente, pero no aquí.
Sostenerse con memoria muscular en lugar de propósito.
Mantener las luces encendidas por dentro,
aunque no haya nadie realmente en casa.

A veces me pregunto si el limbo no es un lugar al que caes—
sino algo que lentamente crece a tu alrededor.
Como niebla que se espesa al amanecer.
Como polvo que se acumula en estantes que olvidaste que tenías.

No irrumpe.
Se instala.
Una pesadez silenciosa e invisible.
Un silencio que no hace preguntas—
y que tampoco ofrece respuestas.

Empiezas a perder forma dentro de él.
Tus bordes se difuminan.
Tu voz se siente lejana,
como escucharte a ti mismo bajo el agua.
Sigues siendo tú—pero más suave.
Menos seguro.
Menos sólido.

Y el mundo sigue adelante.
Rápido, ruidoso, brillante.
La gente dice tu nombre,
y respondes—porque eso es lo que haces.
Pero algo en ti se queda atrás.
Unos pasos más atrás.
Todavía observando.
Todavía esperando.

¿Esperando qué?
¿Un sacudón?
¿Un choque?
¿Una señal?

Quizás que alguien note que en realidad no estás.
Quizás que alguien estire la mano y te saque de ahí.
Pero nadie lo hace.
Porque te has vuelto tan bueno
en hacer creer que estás bien.

Así que el limbo se extiende.
No porque quiera retenerte—
sino porque parte de ti aún no está listo para soltarlo.

Porque aquí, el duelo no exige un calendario.
La esperanza no pide pruebas.
Y la quietud,
aunque desconcertante,
casi puede sentirse… segura.

No buena.
Pero conocida.

Mi Brújula

A veces, lo que te saca del limbo
no es una revelación.
Es un recordatorio.

Algo suave.
Algo pequeño.
Algo que no pide atención, pero te ancla de igual manera.

Para mí, eso ha sido Ampa.
Ella no lo sabe, pero ha sido mi brújula.
La única luz constante en una temporada donde nada más se mantuvo quieto.

En la neblina de estas últimas semanas—
cuando el duelo hizo que el mundo fuera demasiado ruidoso,
cuando el peso se sentía demasiado grande para cargarlo—
ella ha sido la gravedad silenciosa que me mantuvo firme.

No con grandes gestos.
No con respuestas.
Sino con sus preguntas.

Preguntas simples.
Preguntas directas.

Del tipo que sólo una niña puede hacer, y sólo un corazón que ha bajado la velocidad puede realmente escuchar:

"¿Por qué la luna nos sigue?"
"¿Las flores se ponen tristes cuando alguien las corta?"
"¿Los sueños son reales?"
"¿Por qué me amas?"
"¿Cómo elegiste mi nombre?"

"¿Qué sentiste cuando me viste nacer?"

No las hace buscando metáforas profundas.
Las hace porque las siente.
Porque la vida, para ella, aún es curiosa.
Todavía mágica.
Todavía llena de asombro.

Y tal vez ese sea el lado luminoso de todo esto.

Que los niños no complican la alegría.
No analizan la risa.
No agendan el amor en su día.

Lo sienten.
Lo siguen.
Lo viven en tiempo real.

Ampa está en primero básico ahora—
su primer año de “responsabilidades”,
y aun así, las lleva con alegría.

No le teme al colegio.
No ve las tareas como castigo.
Las ve como un rompecabezas por resolver,
una oportunidad para mostrar lo que sabe,
un juego que está aprendiendo a jugar.

Y me pregunto cuándo nos olvidamos de ver la vida de esa manera.
¿Cuándo decidimos que todo tenía que ser tan pesado?
¿Tan serio?
¿Tan predecible?

¿Qué pasaría si soltáramos ese peso?
¿Qué pasaría si volviéramos a las verdades simples?

Que la alegría puede habitar en una pregunta.
Que la presencia puede caber en un abrazo de cinco minutos.
Que tal vez la vida no está hecha para dominarla—
sino para asombrarse de ella.

Tal vez el camino hacia adelante no siempre se construye con disciplina y fuerza de voluntad.
Tal vez se dibuja con tizas de colores,
con risas y zapatos llenos de barro y sueños coloreados con crayones.

Tal vez la verdadera sabiduría está en recordar cómo volver a jugar.

El Espejo Honesto

Quizás eso es lo que hacen los niños sin siquiera saberlo—
nos entregan un espejo que habíamos olvidado que necesitábamos.
No uno que refleje nuestro cansancio,
sino uno que nos recuerde quiénes éramos
antes de que el mundo nos dijera que había que crecer y cargarlo todo en silencio.

Ampa no me pide que sea perfecto.
Sólo me pide que esté ahí.

Que le amarre las zapatillas.
Que le cuente historias.
Que la escuche cuando habla de su día como si fuera lo más importante del universo—
porque para ella, lo es.

Y en esos momentos—
entre tareas del colegio y rutinas antes de dormir—
algo cambia.

La niebla se disipa un poco.
El peso se aligera.
El reloj deja de sonar como una amenaza.

Ella me recuerda que no sólo estoy sobreviviendo esta vida.
La estoy construyendo.
Con ella.
A través de ella.
Gracias a ella.

Y quizás ese sea el secreto para atravesar los capítulos más duros:
no empujar con fuerza,
sino recordar para quién lo estamos haciendo.

Quizás la crianza no se trata sólo de formar a alguien más.
Quizás también se trata de reeducar las partes de ti que se perdieron en el camino.

La parte que reía sin culpa.
La parte que confía con facilidad.
La parte que veía el mundo no como un campo de batalla,
sino como un lugar para jugar.

Ampa vive así todos los días.
La responsabilidad no la asusta.
La carga como lo hacen los niños—torpemente, a veces de forma caótica,
pero siempre con ambas manos y todo su corazón.

Ella me muestra que se puede avanzar sin endurecerse.
Que la fuerza no siempre debe parecer una armadura.
A veces se ve como ternura.
A veces suena como una pregunta sin respuesta.
A veces simplemente se siente como estar de pie bajo el sol
sin necesitar una razón.

Y quizás ahí empieza la sanación—
no en entenderlo todo,
sino en volver a notar la belleza.

La belleza de ser necesitado.
De estar presente.
De dejar que las cosas más simples te traigan de vuelta a ti mismo.

Porque cuando el mundo se calla,
y el duelo regresa como marea,
y todo se siente un poco demasiado—
ella ríe.
Ella corre.
Ella pregunta por qué las nubes no se caen.

Y así, de repente—
la luz vuelve a entrar.

Crecemos pensando que la sabiduría llega con la edad.
Con los que han visto más, sufrido más, vivido más.

Pero luego conoces a un niño—
y te muestra que a veces, la sabiduría viene en paquetes pequeños,
con dientes sueltos y cordones atados en nudos.

Los niños no cargan el peso del mundo.
No porque no sea pesado—
sino porque aún no les enseñaron a sostenerlo como nosotros.

No lo complican.
No lo fingen.
Sólo preguntan.
Sólo sienten.
Sólo son.

Y quizás ellos son los que saben la verdad que olvidamos.

Que la vida no siempre está hecha para ser resuelta.
Que no todo sentimiento necesita arreglarse.
Que la alegría no necesita una razón,
y que el duelo no necesita ser apurado.

Ampa me enseña esto cada día.
Con la forma en que dice lo que siente sin vergüenza.
Con la forma en que perdona en segundos.
Con la forma en que encuentra maravillas en cosas que yo dejé de notar hace mucho.

Ella me recuerda que ser humano no es una actuación.
Es una práctica.
Una que empieza de nuevo cada mañana con una nueva pregunta,
un nuevo abrazo,
un nuevo momento para prestar atención.

Y quizás eso sea todo lo que necesitamos:
Prestar atención.

A las manos pequeñas que buscan las nuestras.
A las preguntas silenciosas que nos paran en seco.
A los maestros que se sientan junto a nosotros en la mesa,
preguntando por qué la luna sigue al auto
o a dónde se va el sol cuando es de noche.

No serán pequeños para siempre.
Pero sus lecciones se quedan.

Así que cuando el camino se vuelva borroso otra vez,
cuando regrese el peso,
cuando el limbo toque la puerta—
recordaré quién me enseñó a encontrar la luz.
No con certeza,
sino con asombro.

Y seguiré caminando.
No porque sepa a dónde me llevará el tren—
sino porque sé quién estará sentada a mi lado cuando llegue.
Porque el amor no borra el duelo.
Pero le da un lugar donde descansar.
Y a veces, eso es más que suficiente.

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